Un cuento de ficción, basado en la vida real.
Cada día cuando veo a mi madre dormir, con los ojos empapados y el alma destrozada, siento que muero de nuevo y me pregunto ¿cuándo terminará mi flagelo? Porque cuando pierdes la vida como yo lo hice y se te niega la verdad, no existe una forma de descansar, especialmente, si la persona que más amaste se parte en pedazos. Y es que, cuando estaba vivo, nunca imaginé lo fuerte que era ella, pero al mismo tiempo tan frágil; nunca pensé tener que verla levantarse todos los días a la madrugada para exigir respuestas, mientras su vida y la de mis hermanos se pasa; y, jamás, se me pasó por la cabeza que tendría que verla así, desde este limbo en el que estoy, mientras espero que se haga justicia.
Todo empezó hace 14 años. Vivía en la gran ciudad, muchas calles y personas encerradas en su mundo y los niños bien, que siempre veía pasar cuando acompañaba a mi mamá a vender chucherías al centro, impecables y altivos. Siempre miré, con admiración, sus celulares y ropa; y solía preguntarme porqué mis hermanos y yo no podíamos tener un poco de lo que a ellos les sobraba. Me sentía golpeado por la injusticia y, aunque así lo era en un país en que el índice de pobreza multidimensional era de un 17,8% en ese año -2006-, no podía entender que tenía lo mejor que me ha pasado en la vida, ella, que, luego de más de una década, sigue llorando mi partida.
Un día llegó un hombre a mi barrio, muy bien vestido, parecía serio y educado; contaba miles de cuentos sobre la opulencia y sobre cómo un tipo como él, a mi edad, había salido de su casa a conquistar el mundo. Solo había que trabajar muy fuerte, alguna vez sería así, podría vestir ropas elegantes y llenar a mi madre de todo lo que necesitaba y nadie más le dio. Después de un par de visitas, charlas y regalos, donde me deleitaba con sus historias de vida, llegó el gran día. Él me ofreció un trabajo. Era un trabajo simple, pero me darían buena plata, al menos me alcanzaba para un celular, una lavadora para ella y unos cuantos corotos para que vendiera en el centro, y, lo mejor de todo, sólo tendría que ir un par de meses a un pueblo en el otro lado del país para recoger café.
Me sentí muy emocionado. Era mi primer trabajo bien pago y tal vez el boleto para en el futuro salir del barrio en el que vivíamos. La vida allí no era fácil, teníamos una pieza pequeña para mi madre, mis tres hermanos menores y yo. Ella trabajaba mucho, pero nunca se quejó. Esa noche le conté todo, tal vez no los detalles de las veces que salía a tomar y drogarme con aquel hombre, pero sí, sobre la nueva esperanza que había llegado a nuestra familia: su bebé, con el que bailaba sin música todas las mañanas, era todo un hombre. Ella se negó, aunque en el fondo sabía que no podía detenerme. Se resignó, elevó una oración a la virgen pidiendo que me protegiera de todo mal, pero parece que la oración nunca llegó. Yo, con mi arrogancia de aquel joven que cree que lo sabe todo, le cause el mayor dolor que puede tener una madre. Un día después, terminé con su vida y descubrí que en el mundo había mucha más maldad que la que un niño de 16 años, como yo, podía imaginar.
A la mañana siguiente, salí muy temprano, me encontré con él, tomamos unos tragos para celebrar, pero se me fue la mano; luego de eso, ya no recuerdo más. He podido reconstruir, a través de las noticias, los relatos, los grupos que visita mi madre para encontrar la verdad de lo que pasó y mis recuerdos borrosos, algunos de los detalles de lo que me ocurrió. Me llevaron en un camión con dos hombres más, cuyos nombres no recuerdo. Uno de ellos lloraba, tal vez había entendido nuestro destino. Creo que yo nunca lo logré entender, dicen que cuando vas a morir, llegan los pensamientos más lúcidos a tu cabeza, pero a mí no me pasó. Llevo 14 años tratando de entender una realidad a la que, a la luz de todo, no le encuentro sentido. Nos bajaron en medio de la nada, escuché dos disparos, un grito, un fuerte dolor en la cabeza y la oscuridad absoluta. Cuando desperté, solo podía escuchar el llanto de mi madre.
Dicen algunos que me encontraron dos días después en un lugar muy lejos de allí, con armas a mi alrededor, ropa del color de la guerra y los zapatos mal puestos. Dicen que fui enterrado en cualquier lugar, con el nombre de cualquier persona; dicen que como yo hubo 6.402 más, jóvenes, campesinos, discapacitados, deportistas; y hasta dicen algunos sobre mí: ¡seguramente, no estaba recogiendo café! Morí muy niño para entenderlo y aún no lo hago porque en las películas y juegos de guerra que conocí, nunca me mostraron que algo así podía pasar. Los videojuegos de pistolas y tanques, nunca me llevaron a preguntarme, qué era tan importante como para que las personas se mataran entre ellas sin razón. Pienso que los seres humanos somos como los personajes de esos juegos, siempre defendiendo nuestra vida y honor, pero nunca adquiriendo la consciencia de que somos manejados por otros y de que, finalmente, para ellos no valemos nada, solo su oportunidad de ganar o perder la partida. Y lo que más me duele de todo es que su vida, la vida de ella, sigue allí, ya no le importa nada diferente a que se reconozca mi verdad y se limpie mi nombre. Su vida, se acabó con la mía.
Me llamaba Martín, mi madre me puso ese nombre porque representaba a los grandes guerreros, la fuerza y el honor – al fin al cabo, ella siempre dijo que yo había nacido para cosas grandes, mi nombre sería recordado en la eternidad, y hoy no puedo irme tranquilo porque mi cuerpo sigue enterrado en medio de la nada-. Soy un NN, una estadística más. Y es que, en este país ni los muertos descansamos en paz, mientras esperamos que nos devuelvan la dignidad en una tumba fría y abandonada. Pero, si cuando estábamos vivos no lo teníamos, mucho menos ahora nos respetarán el derecho a la verdad. Ustedes, que leen esto, que juegan a los juguetitos de plomo con los hijos de los demás, ¿Cuándo lo entenderán?
Ayer decían en la radio que encontraron, de nuevo, otra tierra olvidada, llena de esqueletos e ilusiones perdidas. Espero que esta vez sea la mía …
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