Hoy les voy a hablar de la cinta que ha suscitado miles de opiniones. Sí, yo sé que es muy común que en estos días se hable de ella. Pero creo que definitivamente vale la pena, porque estando ahí, sentada en esa sala de cine, me sentía tan atemorizada por todos esos elementos simbólicos que podía transpolar al mundo real y pensaba en el miedo que me genera la posibilidad de que la verdad me pudiera llegar a generar tanta locura, teniendo en cuenta la fragilidad de la mente humana y el constante estado de nihilismo en el que vivo. Estaba postergando un poco este post que es una idea que tengo hace un par de semanas, desde antes de que se estrenara la película en Colombia, porque hay muchas líneas de análisis que me dan vueltas en la cabeza, y porque aún me genera algo de contradicción ética pensar que una realidad tan absurda, pero tan vigente, pueda llegar a construir monstruos como el protagonista de esta historia, y que en mi cabeza haya tanto miedo de reconocerme a mí misma en las pequeñas contradicciones que llevan al personaje a volverse quién es. He escuchado miles de veces que el objetivo de la película responde puramente al entretenimiento. Pero, no hay nada como el arte, que puede causar sensaciones y reflexiones tan variadas como la cantidad de receptores que tenga. Por eso, más allá de discutir sobre el objetivo de la película, quisiera hablar sobre el grado de realidad que veo en ella tanto en su argumento como en lo que ha significado para la sociedad actual, y es que hay cosas que a veces no te permiten separar por completo su propósito argumental del símbolo en el que se convierten.
Uno de los principales símbolos que encuentro en la película es la destrucción del mito de los héroes y villanos. Aunque esto no es nuevo, ya que en obras previas, como Watchmen, han tocado este álgido punto, me agrada el hecho de que sea tan posible y al mismo tiempo imposible, empatizar con los personajes principales de esta película. Honestamente, me encantó la sutileza con la cual nos dicen que en una sociedad como esta, los ídolos que seguimos y adoramos solo persiguen su propio interés y reflejan sus demonios constantemente sin importar a quien se lleven por delante. Vemos así en esta obra, un round fenomenal entre: un político venerado y mesiánico que esconde su falta de empatía detrás de un discurso de bienestar general, traducido en riqueza para los más privilegiados, y abandono y opresión para los demás; una mujer pobre, destrozada y con problemas psicológicos, que usa estas condiciones para justificar su total desconexión del mundo y de su hijo que, independientemente de si es adoptado o no, cosa que no se aclara en la película, depende de su guía racional; un periodista, que se muestra como el juez de lo que es bueno y aceptado socialmente, escondiéndose tras de un velo de humor negro y validando solamente lo que para él es estéticamente correcto, escondiendo su propio ego y necesidad de atención detrás de verdades a medias; y un hombre enfermo, abandonado y sin guía moral, que al no encontrar lugar en el mundo, se resigna a dejar aflorar la violencia que hay en su interior, y se refugia en su papel de víctima para justificar el abandono psicológico y la pérdida de toda razón que sufre al final de la película.
En la sociedad en la que vivo, las personas tenemos una necesidad absurda de crear héroes que representen la salida fácil a todo lo que funciona mal, por eso resguardamos en ellos todas nuestras inquietudes y miedos, justificando sus actos con violencia o derrumbándonos por completo cuando estos no se comportan dentro de los límites moralmente aceptables, lo cual generalmente termina igual, en violencia. Por esa razón, es tan común el hecho de que las guerras ideológicas se basen en gran parte en la reputación de los portadores de los mensajes y no en el argumento o contexto de sus posiciones. Estamos rodeados de personajes como Thomas Wayne, que perpetúan su bienestar propio haciendo uso de su imagen de héroes, pregonando discursos de odio aceptados muchas veces sin duda por aquellos a quienes afectan. La figura de Thomas, representa a aquel que dice al pueblo: “yo soy parte de la clase responsable de que los recursos estén distribuidos desigualmente, pero los pobres son malos y envidiosos, así que como ellos son peores que yo, mi ventaja y riqueza son la única salvación” y crea, así, un enemigo para el pueblo, el pueblo mismo, que mientras se ataca internamente, pierde el poder de exigir unas mejores condiciones de vida y de tomar decisiones sobre su futuro. Una clase media que, en su afán de no ser como sus iguales, trabaja con fuerza para ser como la clase dominante, olvidando hasta su propia dignidad, lejos de entender que para ser como ellos se requiere una maquinaria inicial muy poderosa, y dejando de lado por completo los conceptos de bienestar general y cooperación. Los que más sufren las consecuencias de esto son los que están debajo de la pirámide, personas excluidas y juzgadas por su pobreza o diferencia, pero sin las mismas oportunidades, que, aunque trabajen muy duro, se encuentran abandonadas socialmente y en algunos casos optan por la violencia, reforzando el imaginario de su maldad, y dando razones a los dueños del poder para justificar su abandono y rechazo, cerrando así el círculo. Y de nuevo, todo converge en violencia.
Por otro lado, tenemos unos medios de comunicación que exaltan la estupidez y rinden culto a lo estético, que toman cada expresión de contracultura y la banalizan, usando las herramientas de la resistencia para su propio beneficio y haciendo de los discursos de oposición, mercancías de su sistema. Estamos llenos de personajes como Murray Franklin que se venden como irónicos y sarcásticos, diciéndose líderes de la opinión y las mayorías; que ridiculizan todo el tiempo a quién no cabe dentro de sus estándares de moralidad basada en apariencias; que esconden detrás de máscaras de neutralidad, su desprecio por quienes, según ellos, no fueron privilegiados, mientras se alimentan de su audiencia y atención. Día a día, elevan las expectativas y presiones del ser humano, convenciéndoles que desean cosas inútiles para demostrar una fachada al mundo. Les dicen cómo deben vivir su vida y cómo deben verse ante los demás, sumándole que a conseguir todos los días recursos para sobrevivir, tengan que preocuparse por mantener una imagen, aunque detrás de ella solo haya soledad y autocomplacencia.
Y si hablamos de enfermedades mentales, ni se diga. Haciendo parte de un mundo en el que algunos de los problemas más graves responden a esta categoría, le pedimos actuar con cordura, racionalidad y normalidad a todos, pero no les brindamos asistencia psicológica ni social; nos aterra el que tiene capacidades cognitivas diferentes, y queremos que se comporte como parte de la sociedad, pero no hacemos la tarea de entender su forma de percibir el mundo y armonizarlo con el nuestro; fingimos que las diferencias de los otros no están ahí, para evitarnos una situación incómoda, pero esperamos que respondan con un patrón común ante los estímulos, y si no lo hacen nos burlamos o les tememos. Por otro lado, tenemos las pastillitas del ánimo que le deseamos a todo aquel que se siente triste, sin preocuparnos por lo que puede estar pasando en su cerebro. Como si una canción de cuna, o una palabra bonita pudieran detener las interacciones químicas que generan cosas como la ansiedad y la depresión. Y todos los días vemos personas como Arthur o Penny Fleck y nos cambiamos de acera, pensando en que nos pueden violentar, pero no en el efecto que tiene nuestra indiferencia sobre ellos. Luego nos extrañamos y sorprendemos por las estadísticas de suicidio y asesinatos en masa.
Y con tantas variables exógenas y endógenas, vivimos bajo un sistema en el que debemos decidir si adaptarnos y alinearnos, entregarnos a nuestra locura o convivir con nuestro nihilismo; en el que vivimos con miedo de que la fragilidad de nuestra psiquis humana, mezclada con una sociedad enferma y podrida, nos hagan perder el control; en el que cuando nos entregamos a nuestros impulsos, luego, nos sentimos mal con nosotros mismos, debido a nuestros condicionamientos sociales y morales, y a que no somos capaces de reconocernos como seres en construcción, que pueden equivocarse en lo pequeño, y que no es necesario aguantar y aguantar hasta que la frustración que hay en nosotros explote y resulte en violencia y daño para los que están a nuestro alrededor. Y qué tal si dejáramos de ser ollas a presión, conteniéndose constantemente para no equivocarse ni dañar su reputación, mientras los problemas y presiones nos carcomen por dentro; qué tal si aprendemos el valor de pedir ayuda y dar ayuda a los demás, ya que el sistema tan bien nutrido no nos ayuda. Tal vez, empezando por nosotros mismos, pueda darse el cambio que nunca llega, tan poco entendemos y tan poco buscamos.
Y que no me digan que esta película es una apología a la violencia, cuando simplemente está mostrando el reflejo de una sociedad herida. La única razón, por la que nos molesta, esta y no otras películas violentas y sanguinarias, es que en ellas no nos podemos ver tan fielmente reflejados hasta el punto de reconocer nuestro propio dolor. Porque en una sociedad que se expone constantemente a la violencia simbólica y literal, es hipócrita escandalizarnos porque alguien nos muestra a todo lo que vivimos expuestos. Tenemos que pasar de la crítica a la acción y empezar a buscar una cura para tanta enfermedad, porque, aunque por momentos nos reconozcamos en la valentía del Joker, sabemos que él, los personajes de su mundo, su respuesta a la crisis, su historia y su contexto son un llamado de atención sobre todo lo que no está bien, y lo que nos está llevando directamente al caos social y la autodestrucción personal.
Nota adicional: No toqué el tema de la protesta social, la violencia ideológica y la represión, porque creo que merecen un post completo teniendo en cuenta la situación actual de América Latina. No fue porque lo haya pasado por alto.
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